Qué débil, qué mentirosa e infiel era la memoria de los humanos. Yiannis sabía que, en los cuarenta y nueve años transcurridos, todas y cada una de las células de su cuerpo se habían renovado. Ya no quedaba ni una pizca orgánica original del Yiannis que un día fue, nada salvo ese hálito transcelular y transtemporal que era su memoria, ese hilo incorpóreo que iba tejiendo su identidad. Pero si también ese hilo se rompía, si no era capaz de rememorarse con plena continuidad, ¿qué diferenciaba su pasado de un sueño? Dejar de recordar destruía el mundo.
Por eso, porque siempre sintió esa vertiginosa desconfianza hacia la memoria, decidió convertirse en archivero profesional.
Rosa Montero. Lágrimas en la lluvia |